Hogar dulce hogar


El descubrimiento, en realidad, se había hecho hacía largo tiempo. Fue una de las verdades incómodas que se trataron de acallar de todos los modos posibles.

-- Cállate, qué tontería, cómo se te ocurre -dice el profesor al nuevo pupilo cuando insinúa la posibilidad.

-- No tiene sentido que sea así -dice el académico que se entera de una de las ideas de uno de sus colegas.

-- Es sólo una teoría que no conduce a nada práctico -sentencia el científico cuando, de algún modo, sale a la luz la opción que debe ser negada.

En ese entonces, lo práctico era la carrera espacial y todas las grandes posibilidades de desarrollo tecnológico que le ofrecía a la humanidad.

Así que se convenció a la humanidad de mirar las estrellas que la ciencia proyectaba en su gran cúpula de cristal. De soñar que algún día caminaría entre ellas. Y, consistentemente, se le ocultó el hecho de que es imposible salir de la cúpula.

Cuando la salud de los astronautas se deterioraba, era atribuido a algún tipo de radiación del espacio exterior. Se convino que era la atmósfera la que nos protegía a todos los demás.

Con el tiempo notaron que era una cuestión nutricional. No era suficiente dar vitaminas y minerales al cuerpo. El metabolismo requiere de enzimas que no somos capaces de producir ni sintetizar. Sólo se consiguen de otro organismo vivo, como las plantas.

Los cultivos hidropónicos fueron la solución fácil que no funcionó. Lo ecosistemas artificiales fueron la solución difícil que tampoco funcionó.

Del mismo modo que los humanos requerimos enzimas que las plantas producen, las plantas requerían enzimas producidas por otros organismos. Como los hongos.

Y, a su vez, los hongos requerían de enzimas producidas por bacterias.

A esas alturas, los científicos, empezaron a adivinar, que quizás las bacterias requerían para su metabolismo de algo que los virus producían. Y así fue confirmado.

Entonces, el más sofisticado ecosistema artificial se desarrolló, en secreto, en una estación espacial. Humanos que tenían plantas, que tenían hongos, que tenían bacterias, que tenían virus. Debía funcionar. Pero tampoco fue el caso.

Abajo, a insistencia de un grupo de científicos herederos de las inquietudes de aquellos primeros que insinuaron la posibilidad prohibida, se realizó al mismo tiempo la copia de control, un ecosistema idéntico al que estaba en órbita, igual de aislado. Esta sí prospero.

La única diferencia entre ambas era la conexión a la Tierra.

Los virus necesitaban de algo que solamente la Tierra les provee.

Así fue que se descubrió, formalmente, lo que las antiguas culturas venían enseñando desde hacía tanto tiempo. La Tierra es nuestra madre. No en sentido figurado, ni poético. Es literal. Estamos atados a ella.

No podemos viajar por el espacio. Al menos no como en las travesías de la ciencia ficción, donde navegábamos en él como marineros de un oscuro mar infinito lleno de estrellas que explorar. Ahora sabemos que es como el deseo de un glóbulo rojo de atravesar la habitación para llegar a circular en la sangre de otro cuerpo.

Incluso si pudiéramos llegar a otro planeta, la existencia no sería sostenible si no está con nosotros el planeta completo del que somos parte.

Aceptar eso puede ser doloroso. Después de tantas expectativas.

Pero si es la verdad, es mejor tratar de aprender de ella.

Abrazar este planeta, esta Tierra, nuestro hogar.


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