La noche eterna

Ella se sentaba ahí, en ese banco.

Sobre sus piernas largas se deslizaba el brillo de las pantis.

El color de la vela temblaba, como vibrando, en la estancia.

Afuera, tras el cristal, el murmullo del mar invisible, rompiendo sus olas en la orilla oculta por la noche.

Y el reflejo de su rostro, con una mirada que parecía alcanzar ese reino. Y luego venía a mi.

Volteaba, y no era la misma mujer que veia todos los días. Era alguien más, esperando que yo también me animara a salir de mi escondite. Aguardando, con paciencia, a que cayera el último disfraz.

Su respiración alzaba su pecho. El encaje sobre sus senos.

Un suspiro, contenido entre sus labios.

Mi última capa quedaba atrás. Yo no era yo, sino alguien más, libre, yendo hacia ella.

Recordar esto es como ser noche y recordar que hubo medio día.

Si no lo supiera, si no lo hubiera visto, no creería que puede haber algo tan brillante.

Ni que la existencia fuera capaz de tanto color.

Envueltos en perfumes ancestrales.

Un santuario de fuego nos envuelve.

Olas rompen sobre la arena de nuestra piel.

Y nos funden con el mar, hasta que somos olas también, yendo hacia las playas de fuego de esa otra realidad, para estrellarnos con furia, y morir en la orilla.

Luego, el silencio.

Solo la luz de la aurora sobre el cielo polar.

Y poco a poco, un camino con el canto de mil manantiales.

Mis ojos están abiertos, y a mi lado, la figura de ella parece bañada por una luz de Luna.

Su mirada es la estrella que me trajo a este momento.

Su beso, el ancla para esta eternidad.


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