Tú, que siempre estás

Hay un camino que sube desde la comarca hasta la colina. Allí, una vieja cerca sirve de apoyo a los viajeros, ya sea cuando llegan -que son pocos-, ya sea cuando voltean para despedirse -que son más.

A veces, los buitres se paran allí, y su silueta se contempla desde las casas allá abajo. La gente cree que no es de muy buena suerte. Aunque en realidad nada tienen que ver con la suerte que ellos mismos se han encargado de construir.

El buitre salta y se deja suspender por el viento, que lo lleva en círculos, hasta aquel lugar donde le toca el pan de cada día, por así decirlo.

Hoy, parece que un pequeño carnero se ha perdido detrás de una de las otras colinas. Debe haber deambulado toda la noche, hasta caer rendido por el frío.

Es el primer buitre en llegar. Abajo, el pequeño entreabre los ojos y distingue contra el cielo pálido la sombra del que aguarda.

Joaquín ha salido temprano esta mañana. Casi no pudo dormir pensando en Josefo, el carnero que no estaba cuando llegó a casa ayer. Era muy tarde para volver. Se acostó sin decir nada a nadie. Y calculando que tendría que salir muy temprano para ver si quedaban huellas.

En el camino había huellas hacia todas las casas y todas las colinas. Ninguna en especial parecía la que buscaba. Había pasado la mañana explorando por los lugares que se imaginaba podría haber ido. No lo encontraba. Qué mala suerte, pensó.

Y volteó hacia la colina del camino, esperando encontrar la negra silueta que le confirmara al culpable de su mala fortuna. Pero no estaba.

Qué milagro, pensó. Siempre están cuando algo muere. Son malos.

Y jugando con la idea, imaginó que ellos no existían y nadie moría. Seguramente antes era así, y todos vivían para siempre.

Cuando alguien muere, el buitre siempre está. Es el culpable.

Joaquín golpeó el suelo con un palo. Toma buitre, iba pensando, mientras caminaba, frustrado, de regreso a su casa.

En el camino encontró una guayaba madura. Seguro habría rodado de alguna parte, o a alguien se le habría caído. Saboreándola, siguió caminando.

Entonces salió doña Herminia de su casa.

- ¡Así que eras tú! -le gritó.

Joaquín se quedo inmóvil, con el palo en una mano. Y la guayaba en la otra.

- ¿Qué dice, señora?

- Ya van dos días que no encuentro ninguna guayaba. Y siempre estás tú cerca. Y hoy, además, con un palo. ¿Así las sacas, verdad?

- No señora, ¿como cree?, yo estoy pasando camino a mi casa... y esta no es de aquí, la encontré...

- ¡Tú siempre estás! ¿Dime donde están mis guayabas? ¡Ya te las comiste todas! -y fue por un palo más grande que el que tenía Joaquín.

Joaquín se fue corriendo bien lejos y ya no escuchó más de lo que le iba gritando doña Herminia.

¿Acaso, porque estoy, voy a ser yo el culpable? Iba pensando, indignado, mientras llegaba a la cima de la colina.

Se apoyó en la vieja cerca, e imaginó al buitre que a veces veía parado allí.

E imaginó algo muy distinto a lo que siempre imaginaba. Vio al buitre parado a su lado, contemplando con infinita paciencia al valle que había debajo. Esperando matar a alguien.

No. Los buitres no matan. Lo sabían todos. Solo bajan cuando la cosa está muerta.

Entonces, esperando a que algo muera. Algo muere, bajas a comer, y te echan la culpa.

Tú siempre estás. ¿Y que tal si tampoco eres el culpable?

Pensando así, miró más adelante y vio al buitre, volando en círculos detrás de la otra colina. Lo de abajo aún no se había muerto... ¿sería su Josefo?

Joaquín bajó corriendo y se dirigió a toda prisa hacia allá. Cuando llegó, debajo del círculo que trazaba el buitre, estaba su carnero, aún vivo. Lo cargó con cuidado y lo llevó a su casa.

El sol se ponía cuando Joaquín salió por fin del corral donde Josefo ya estaba mejor. En la cerca del camino estaba otra vez la familiar figura. Y aún así, todo había salido bien. Bueno, con la señora Herminia hablaría mañana.

Se quedó un rato más afuera, pensando en cuántas cosas parecidas a esa pasarían en el mundo. En cuántos serían culpables simplemente por estar siempre ahí.

Es de noche, el Sol se ha ido, y tu siempre estás. Le hablaba a la Luna. Eres la culpable de la noche. Y sonrió.

Más tarde, se fue a dormir. Apagó la vela, y se quedó pensando.

Alguien muere, la vida se va, y tú siempre estás. Le hablaba a la muerte, quizás amiga de esas sombras, quizás amiga del buitre, que ahora era su amigo.

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