Osmosis

- ¿Y bien, cuánto es dos más tres?

La voz de la señorita Norma era firme, aunque aún tenía su toque de dulzura. Ron sentía que podría ver flotar frente a sus ojos la tabla de sumar que le había mostrado su madre la noche anterior. Pero decidió cerrar los ojos.

- ¿Dos más tres? -repitió la señorita Norma.

En la oscuridad, oyó el eco de la pregunta. No sabía la respuesta. La señorita Norma se molestaría. Su madre se molestaría. De pronto, una mancha difusa se fue haciendo más clara, en algún lugar de su mente. Y otra más, a su lado. "Que simple", pensó alguien en su interior, "no hay nada de mágico en contar lo que se ve". A pesar de esa voz -quizás la voz de su madre la noche anterior-, aparecieron tres bolas más, flotando en esa oscuridad con un pálido brillo. "Uno, dos, tres, cuatro, cinco", contó.

- Cinco

- Muy bien

Y, al abrir los ojos, la señorita Norma le sonreía. Era un niño bueno. Su madre estaría contenta.

Continuaron un rato con otros pares de números. Ron encontró confianza en cerrar los ojos para leer la respuesta que se dibujaba en su mente.

- No está bien copiar

La voz de su madre tenía su toque de dulzura, pero era firme. Y se volvía de ese modo cada vez que se sentaba con él a repasar las tareas de la escuela.

- Aunque puedas hacerlo y los demás lo hagan, es trampa.

Ron dejó de mirar la tabla de sumar y cerró los ojos para ver las bolitas de colores en su cabeza.

- Te demoras mucho. ¿Por qué cierras los ojos? No cierres los ojos. Vamos... ¿cuánto es dos más tres?

- Cua... cinco

- ¿Y tres más dos? ¡No cierres los ojos!

Se equivocó, acertó, se equivocó. A veces atinaba a la respuesta y a veces no. Después de unos minutos las lágrimas mojaban sus mejillas.

- No llores. ¿Cuatro más tres?

Al día siguiente, cuando la profesora Norma le preguntó, respondió cada suma con rapidez. No cerraba los ojos. Tampoco veía la tabla flotar frente a él. Simplemente escuchaba el eco de la voz de su madre.

Ron no era especialmente hábil en sus estudios. Su madre debía insistir mucho con él, arrancándole lágrimas para que lograra entender las cosas. Con ese sistema logró pasar de grado en un buen puesto. Aún así, ella insistía en que se podría hacer mejor y cada tarde lo acompañaba para que hiciera sus tareas con perfección.

Cuando el embarazo de su madre hizo que fuera difícil que lo ayudara, sus calificaciones bajaron notablemente. La nueva profesora Irma, al tanto del brillante historial de Ron, la cosa se explicaba por los celos hacia la llegada de su nuevo hermano, así que no lo recriminaba demasiado.

Ron, en realidad, no estaba muy consciente de que tendría un nuevo hermano. Ocurría simplemente que hasta hacía poco, le era fácil leer su cuaderno y hacer sus tareas, pero ahora ya no. Cuando abría un libro, no tardaba en volverse todo un laberinto de letras y prefería ver las figuras y perderse en las aventuras que las ilustraciones sugerían.

Un día llegó un maestro suplente, el profesor Donato. Todos temblaban con su voz de trueno. Iban a repasar el libro de lecturas. Todos en el capítulo tres. Uno a uno los fue llamando para que se sentarán frente a su pupitre y le leyeran un poco. Los que lo hacían bien, iban de regreso a su asiento. A los que se perdían en balbuceos o repetían mucho la misma palabra, los separaba a un lado.

Cuando llegó su turno, Ron estaba tan asustado como el resto de la clase. Quizás más, porque no tenía idea de lo que se trataba el capítulo tres ni de las palabras que iba a leer. Ni siquiera había un dibujo. Abrió el libro. El profesor no dijo nada, esperando. De pronto, Ron se dio cuenta de que tenía el libro de cabeza. Lo giró. Tenía ahora sentido. Las palabras tenían una voz como de trueno. El las iba diciendo. Aceleraban, pausaban, enfatizaban. Las entendía. Suficiente, dijo el profesor, y lo envió a su asiento. Ron suspiró aliviado, sin darse cuenta de que todos lo miraban sorprendidos, incluso el profesor Donato.

El resto del año, Ron sorprendió a todos con conocimientos inusitados de matemáticas, geografía, historia e incluso dibujo. Por recomendación del profesor Donato fue inscrito en grupos de estudio especiales donde pudiera desarrollar su potencial.

Sin embargo, ocurrió que el profesor Misawa no quería admitirlo. Le había dejado a solas en el aula, con una prueba de matemáticas, y no había respondido una sola pregunta, ni siquiera la más básica.

- Me temo que eso puede indicar una cosa, señora -empezó a decir con cautela a la madre de Ron al comentarle el resultado en privado-. Quizás su hijo copia.

- No lo creo, no es posible que diga eso -replicó ella, con dulzura, pero con firmeza. Y un poco de indignación ante tal idea.

- Pues es lo que me dice este resultado -repuso él, encogiéndose de hombros.

- Tómele la prueba de nuevo, por favor, estoy segura que...

- Lo siento, ya no tengo tiempo, debo preparar una clase...

- Por favor, sólo pregúntele, hable con él. Lo que decida luego, yo lo respetaré.

Ron pasó al despacho. Su madre esperaría afuera.

El profesor Misawa no tenía mucho tiempo en realidad, así que le hizo una pregunta difícil para terminar de una vez el asunto. Ron apoyó sus manos en su pupitre. Más que pensar parecía que rezaba. Pobre muchacho, pensó el profesor. Y, entonces, oyó la respuesta. Extrañado, le pidió que pasara a la pizarra y la explicara. Ron lo hizo. La tiza dibujaba el diagrama, los trazos, y completó el procedimiento sin un error.

Sólo para estar seguro, le hizo otra pregunta. Y otra. Cada vez más avanzada. Hasta que al terminar la hora, habían llegado a matemáticas universitarias. El profesor Misawa lo admitió.

Aunque Ron daba muestras de ser un prodigio, tenía un comportamiento desconcertante. Era bueno en todo. Respondía correctamente en todas las asignaturas, dibujaba como el mejor de su clase, cantaba como el mejor, bailaba, declamaba. Aprendió a manejar bicicleta sin ninguna caída, casi de inmediato. Pero cuando el grupo se iba, no hacía ninguna de esas cosas. No dibujaba solo, ni cantaba solo, ni salía solo de paseo en la bicicleta.

Para que no lo molestaran, había aprendido a pasar el tiempo sumergido en la biblioteca. Para todos, estaba estudiando pero, en realidad, solo pasaba las páginas de los libros, sin encontrar ningún significado en aquellos trazos en el papel. Con excepción de las figuras que le gustaba mirar, los libros nunca le decían nada.

No era capaz de crear en su mente una respuesta. Todas las respuestas que daba provenían de la mente de alguien más. Tan clara y nítida como la pensaba el autor, presente a su lado. Si no lo hacía, quedaría relegado, como cuando no copiaba porque pensaba que molestaría a su madre. Pero su madre estaba muy contenta ahora. Solo había evitado contarle los detalles.

Luego que adquiría las respuestas de alguien, eran suyas un tiempo. Aún las más elaboradas construcciones mentales o habilidades físicas, las asimilaba con la misma facilidad. Pero solían ser más como castillos de arena, que pronto las olas se llevan o el viento gasta hasta que no queda nada.

No tenía mucha memoria de cómo había sido de niño. Sus padres decían que, al comienzo, había sido un niño distraído, como ausente. Pero un día cambio. Empezaron a notarlo. Quizás fue cuando se dio permiso de copiar.

Un terapeuta le diagnosticó fobia a quedarse solo, autofobia. Con esa carta que justificaba su discapacidad, tenían cuidado de que hubiera alguien más con él cuando tuviera que dar alguna prueba. Habitualmente, podía igualar el desempeño más alto de la clase. Incluyendo al profesor. En los casos en que la compañía cercana tampoco tuviera la respuesta, no había problema. Siempre habría una segunda oportunidad.

La ventaja de estar en una clase es que todos tienen algo que puedes copiar para hacer lo que necesites. Basta que alguien sepa la respuesta para que la sepas también. Si tienes suerte, levantas la mano primero y nadie sospechará que copias.





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