La paloma

Todos los días ella salía de casa y se iba a pasear.

El sendero de tierra poco a poco iba subiendo por la loma. A medio camino, un árbol le daba sombra un rato. En la cima, pasaba rápido al lado de una roca desde donde, hasta hace poco, solía contemplar pensativa el bosquecillo que se extendía al otro lado.

Descendía la cuesta por un caminito que se iba marcando más con cada nuevo paseo y, llegando al pie del primer árbol, ya eran pocas las veces que volteaba hacia la loma para recordar el encanto que había sentido cuando la vio por primera vez desde allí, tan distinta.

Ahora, tomaba una rama larga como bastón, e iba adentrándose despacio, mirando a su alrededor, sintiendo el encanto en cada flor nueva, en el murmullo de los manantiales, y en los senderos ocultos que de pronto se abrían a algún claro donde podía ver el cielo enmarcado por las copas de los árboles.

Así descubrió una casa. O las ruinas de una casa; con la mitad de su techo desplomado y las paredes cubiertas de enredaderas; de una de ellas tomó una flor blanca que puso al centro de una imaginaria habitación. Sonrió; al fin tenía un cuarto para ella.

Volvía cada día, con su bastón y alguna cosa vieja que ya no necesitaran en casa; una escoba para limpiar el piso, una manta para sentarse, una jarra para las flores.

Sentada en esa perfumada estancia, un día distrajo sus pensamientos el aleteo de una paloma. Allí estaba, a unos pasos frente a ella, como indecisa; inclinaba un poco la cabeza, la miraba, y luego volvía a su posición inicial. Finalmente hizo un rodeo por un lado y se acercó a picar las migas que estaban al borde de la manta. Cuando terminó, se fue volando sobre el medio techo.

La paloma no siempre aparecía, y ella volvía a casa dejando en el piso los pedazos de pan que había llevado esperando que le gustaran. Otras veces, la paloma llegaba y se quedaba un rato, aunque no hubiera nada que comer. Cada vez se acercaba más; tanto que casi podía tocarla.

Un día la atrapó; con mucho cuidado la sostuvo entre sus manos, la acercó a su pecho y la acarició, susurrando lo mucho que la quería. Pero, cuando sus dedos se aflojaron un poco, la paloma, hasta entonces inmóvil, de un impulso escapó volando. Te quiero, repitió ella, pero ya se había ido.

Pasó mucho tiempo antes de que volvieran a verse. Algunas veces ella descubría a la paloma asomándose desde el borde del medio techo, ocultándose de inmediato. Luego, un aleteo indicaba que se marchaba. Te quiero, pensaba ella, por qué te vas.

Pasó más tiempo hasta que la paloma volvió a pararse frente a ella. Qué piensas. La paloma la miraba. No te haré nada. Empezó el rodeo por un lado y se detuvo. Por favor. La paloma se acercó, con un poco de cautela, y picó una miga, como la primera vez. Perdóname. Picó otra miga y voló.

Poco a poco, volvió la paloma a estar cerca de ella; tan cerca que ella hubiera podido atraparla otra vez. Pero nunca lo hizo, aunque sus plumas rozaran sus manos o se posara en su hombro para jugar con su cabello. Era dejándola ir, que podía estar a su lado.

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