El mundo de Paulo

En el mundo en el que Paulo nació, había una hermosa ceremonia donde al bebé, cumplidos los dos años, se le colocaba una banda alrededor de la cabeza. Estaba tejida primorosamente con hebras de la corteza de un árbol cuya madera despedía una fragancia muy apreciada.Con ligereza, descansaba sobre el puente de la nariz, para que su aroma bendijera su vida en adelante. Simbolizaba su entrada en el mundo. Un sello, en relieve, le diría a quien lo tocara el nombre de su familia.

Pero Paulo no tuvo esa banda. Por alguna razón, no recordaba muchas cosas de su padre ni del nombre de su familia.Su madre hacía las cosas a su manera, negándose a darle el cuidado que otras madres prodigaban a sus hijos. No le cortaba el cabello regularmente, ni le ponía adornos tintineantes en las orejas. Pero, principalmente, no le enseñaba las cosas de la misma forma. No le contaba las historias de la tradición con las mismas palabras que todos usaban, ni le hacía disfrutar de los juegos que todos los niños debían conocer. Simplemente lo dejaba explorar por si mismo lo que le rodeaba e iba respondiendo sus preguntas. Las cuales, por alguna razón, eran distintas a las preguntas de otros niños.

Antes de dormir, en lugar de las acostumbradas caricias en la frente, como no había banda que retirar cada noche, simplemente se acostaba a su lado y susurraba algo como un cántico. Una historia oculta tras la música, que hablaba de sueños que nadie podía entender.

Conforme Paulo creció, se dió cuenta de que era diferente. No necesitaba tocar las cosas para saber su forma y descubrir qué eran. Le decían que tenía buen oido, como otros talentosos que a veces hay y rápidamente aprenden a distinguir a la gente por el sonido de sus pasos, o hasta la posición de las cosas por el eco en la habitación. Pero Paulo sabía llamarlos por sus nombres antes de que ninguno se moviera o estuviera cerca, y decir qué cosas había escondidas incluso bajo el agua del estanque. Su madre sonreía cuando a veces lo trataban como a un pequeño mago. A diferencia de todos los demás, ella tenía los ojos abiertos, igual que él.

A veces venían a consultarle a ella, que, sin necesidad de tocarlos, les hablaba de la ropa que llevaban, o sus heridas, o las emociones que leía en sus caras. Cuando era necesario, podía ir a algún lugar a ayudar a hallar algo valioso que no lograran encontrar. Indicaba cosas que habían rodado hacía un rincón, o que el viento había arrastrado, o que el agua se había llevado. Aún así, había mucha gente que la trataba con desconfianza. Después de todo, contaban con personas autorizadas a las que podían acudir sin tener que aceptar que habían cosas que no podían explicar. Muchas veces lo único que hacían era dejar todo más revuelto pero, para ellos, ella era simplemente alguien con extrañas habilidades, si acaso.

Paulo empezó a seguirla, y ella le fué enseñando a ser prudente con lo que había a su alrededor, y con las cosas secretas que podían distinguir. Cuando era niño podía correr entre la gente sin tropezar con nada y era gracioso, pero ahora había que cuidar de no asustarlos.

Su madre se oponía a usar bandas que les cubrieran los ojos. Sólo él entendía por qué. En el pueblo no le dejaban estudiar con los otros chicos si no la tenía, pero su madre le enseñaba en casa. Después de todo, había cosas que los demás jamás podrían mostrarle. Pero Paulo tenía curiosidad por las cosas que aprendían sus amigos y se escabullía con frecuencia por sus aulas, escuchando desde un rincón sin que nadie lo notara.

Cuando creció y quizo participar, en secreto se hizo una banda, con algún nombre inventado. Pero se la colocaba sobre la frente y sólo en el lugar que debía cuando era necesario el saludo tradicional, donde una mano tocaba un hombro y la otra el sello grabado.

Muchos años después, Paulo estaba sentado sobre la arena, en la orilla de una playa tranquila. Casi no había ninguna gaviota. Las aguas besaban en silencio la orilla cuidadosamente elegida. En aquel borde del mundo, un grupo de investigadores apostaba sus instrumentos para urgar más allá de la frontera que se extendía ante ellos. Delicadas campanas apuntando al infinito amplificaban los murmullos, y el eco de las olas lejanas que rompían contra los peñascos de otros mundos. Los cuales eran las islas que Paulo podía ver desde donde estaba.

De joven, los había contemplado con una mezcla de rabia y compasión, cada vez que no tomaban en serio sus intentos de ayudarles a comprender mejor el mundo que los rodeaba. Ellos ya tenían la cabeza llenas de explicaciones para cada cosa que había en el universo. Aún para el universo que no conocían. '¿Cómo es que puedes obtener la información de algo que no te toca? Si algo no te toca no existe. Aún el sonido debe golpearnos para que lo descubramos.', le habían dicho. '¿Qué puedes oir cosas diferentes con los ojos? Ridículo; esos organelos no tienen ningún tipo de estructura acústica. Además, la naturaleza tiene un propósito al dejarlos cubiertos; no es buena idea que andes por ahí con los ojos abiertos y resecos, pretendiendo que esas sensaciones tengan algún significado.'. Los ojos nunca usados tendían a mirar hacia el borde de las órbitas, como huyendo de la luz del exterior. No sabían mirar ni enfocar y la desconocida sensación los aturdía con una tensión dolorosa y angustiante que sólo les confirmaba que Paulo estaba equivocado. Los profesores lo sabían todo.

En el mundo de Paulo, después de siglos de exploración y estudios, y siguiendo la corriente de los arroyos, la gente había llegado a la orilla del mundo. El mar era la frontera final. Osados viajeros habían abordado las primitivas naves de las expediciones aventurándose en lo desconocido. A tientas y con valor, habían conseguido llegar al cercano peñasco donde las olas rompían con furia contra su orilla rocosa, con un estruendo tan grande que lo usaron como guía todo el camino.

Habían ido y regresado. O al menos eso decían. Había ocurrido antes de que naciera, así que Paulo no lo había podido ver por sí mismo. Ciertamente distinguía con claridad la boya con la campana, y el gran sello, que habían dejado ahí, incrustados en una grieta. Pero le molestaba un poco el saber que, aunque algo muy parecido lo podría hacer cualquier día con sólo montarse en un tronco y remar hasta allí, era demasiado improbable para cualquiera de los demás. Tal vez alguien como él les hizo el favor entonces y no lo sabían. O pretendían no saberlo.

Recientemente, ya nadie se aventuraba mucho en el mar. Por alguna razón, ni siquiera intentaban volver otra vez al peñasco cercano. Casi siempre se deslizaban cerca a la orilla, limitándose a apuntar sus sensibles campanas hacia la costa de las islas más cercanas, para escuchar como las olas rompían contra esas peñas inalcanzables.

Una sonda de investigación era una boya flotante con una pequeña campana, que soltaban para que tañera entre las olas mientras la escuchaban con cuidado desde la orilla, al mismo tiempo que tomaban nota de cuanta cuerda se llevaba y cuál era su dirección. Paulo había observado cómo la corriente arrastraba la cuerda, confundiéndoles sobre su dirección y distancia. Pero no escuchaban sus consejos y preferían elaborar explicaciones que terminaban siendo tan complejas que sólo tenían sentido para ellos. A veces, los mitos de la gente local, sobre sirenas arrastrando las cuerdas, estaban más cerca de la verdad que Paulo distinguía.
Paulo los contemplaba ahora con indiferencia. Ya no le interesaban sus elaboradas teorías sobre los mundos cercanos que tenían al frente y las razones por las que casi todos ellos eran inalcanzables. 'Jamás tendremos tanta cuerda para asegurar una nave a esa distancia, ni remos tan largos para poder anclarla todo el tiempo en esa dirección'.

Ellos tampoco creían que hubiera gente en aquellos otros mundos. Decían que un lugar lleno de rocas puntiagudas golpeadas sin cesar por las olas estruendosas que escuchaban parecía ser un lugar demasiado hostil para la vida que conocían. No importaba que Paulo les contara de los animales que veía retozar sobre esas rocas, o del hombre que a veces le hacía señas desde una de las islas. Paulo era para ellos sólo un cuentista. Paulo se consolaba pensando que quizás aún no era tiempo que llegaran a donde querían llegar.

Y esta tarde, sentado lejos de todos, viendo cómo lanzaban otra sonda al mar, se sorprendió cuando uno de los hombres del equipo se fué alejando del grupo y fué siguiendo las huellas en la arena, hasta que lo encontró.

- ¿Qué haces aquí tan solo, hermano? -le preguntó el anciano; su barba blanca se agitó con una repentina brisa.
- Hola -respondó Paulo, interesado en saber cómo había notado que estaba solo, y por qué le llamaba hermano. Sólo espero la partida de la nave.
- ¿Puedes distinguirla desde aquí? ¡Asombroso! Para mi es un poco confuso todo lo que está más allá de donde alcanzan mis dedos -sonrió, y se sentó a su lado.
Paulo se concentró en su rostro, para estar seguro de que en realidad podía verlo. Sí, definitivamente estaba usando sus ojos.
- Hermano -dijo Paulo, comprendiendo.
- Así es -no dejaba de sonreir.
- ¿Crees que les irá mejor con ésta? -preguntó Paulo, sin dejar de mirarlo.
- Sinceramente, no. Y creo algunas otras personas del equipo piensan igual, a juzgar por lo que leo en sus rostros. No importa que quieran mostrar sólo risas y esperanza al resto del mundo.
- Sí; hay muchos secretos -dijo Paulo, haciendo una pausa. No creo que ellos sepan el tuyo.
- ¡Oh, por supuesto que no! -río el viejo. Se supone que sólo soy muy intuitivo. Además sólo los conozco recientemente. Hacía investigaciones en otro lado.
- ¿Quizás soltando naves en la otra orilla del mundo? -preguntó Pablo.
- No, en realidad, no -se detuvo un momento. Reunía restos arqueológicos. Por alguna razón tengo facilidad para descubrir los lugares indicados -se rió.
- Me imagino que sí -dijo Pablo, devolviéndole una sonrisa.
- Así es, hermano -hizo una pausa. Imagino que nadie creería que puedes distinguirlos hasta allá.
- Sí -volteó Paulo, asintiendo. Aunque, en realidad, puedo distinguir hasta mucho más allá.
El viejo dejó de sonreir.
- Hasta hace un tiempo, ni siquiera yo te lo habría creido -dijo despacio. Pero descubrí algunas cosas en los libros antiguos. Y ahora te encuentro.
- ¿Descifraste sus figuras? -preguntó Paulo.
- ¿Alguna vez has podido tocar un libro antiguo? -le preguntó, a su vez.
- No, pero en las escuelas tienen copias de algunas páginas. Recuerdo los relieves, a veces infantiles, a veces geométricos, muchas veces complicados.
- Es el problema con las copias -suspiró el viejo-, están limitadas por la mente del intérprete. Como ninguno puede percibir otra cosa que relieves, es todo lo que copian. Y así, el misterio en la enorme cantidad de páginas vacías se convierte en un hecho irrefutable conocido por todos lo que han tocado esas copias. Pocos pueden tocar el material original. Y lo que yo hallé en ellos fueron signos marcados sin relieve. Cada página llena de letras cuya forma se sugería sin necesidad de punzar el material. Lo mismo en sus edificaciones. Hermosas formas y trazos sin relieve alguno. Tampoco llega eso a las maquetas de los museos. Ocultos para todos, excepto para mi.
- ¿Y aprendiste ese lenguaje?
- Me acostumbré a distinguir sus letras. Luego encontré un libro que mostraba nuestro lenguaje y el suyo. Así aprendí. Durante muchos años. Pero incluso ahora me es difícil entender o imaginar muchos de sus relatos y descripciones. Sólo entiendo que el mundo podría ser mucho más amplio y extenso que el que conocemos. Y con esa guía he llegado hasta aquí, para tratar de descubrir lo que allí cuentan. Pero, como ya sabes, los tipos de la playa no tienen ni idea.

Conversaron largo rato. Hasta que comenzó a hacer frío y se hacía difícil distinguir algo, incluso para Paulo.

- Hay cosas que no la gente no comprende -dijo el viejo-, porque no puede sentir nada de esta dimensión que nosotros distinguimos. La comprensión está limitada por lo que uno es capaz de imaginar.
- Ojalá pudieran entenderlo -suspiró Paulo. O imaginarlo. Si nadie pudiera oir; con un sentido menos, todo el universo se volvería más pequeño y habría ideas, relacionadas con las voces y los sonidos, que no podríamos ni imaginar... así como ellos no pueden ni imaginar lo que nosotros comprendemos cuando distinguimos las formas en la distancia, o de dónde vienen los sonidos, o la figura del sol y sus compañeras en el cielo.
- Sí, lo imagino -el viejo calló un instante. Quizás imaginar que no tengo algo puede ayudar a imaginar lo que podría no tener.
- Podría ser -asintió Paulo, suspirando. Quizás escriba un cuento sobre eso.

Y continuaron conversando en su camino hacia el pueblo, bajo la luz de una Luna que nadie más distinguía.

Comentarios

  1. ¿Cuál sería el sentido del Paulo de nuestro mundo? Quizás podría ser ver a través del tiempo. El tiempo es como el espacio oscuro en el que nos aventuramos a tientas, con la historia como mapa, con bastones y cuerdas. Cada cosa que percibimos somos nosotros mismos pero en otro tiempo. Todos somos uno.
    ¿Cómo sería el Paulo de nuestro mundo?

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