El fuego de Prometeo

Cuenta el mito griego que Prometeo robó a los dioses el fuego, para dárselo a los hombres. En castigo fue encadenado a la cima de una montaña, donde el águila royera sus entrañas.

I

- Prometeo. ¿Dónde está él?

La pregunta fue en un susurro en la entrada de la cueva, al fondo de la cual todos miraban, con reverencia, el fuego mágicamente cautivo de la lámpara que dejara Prometeo.

Fue la pregunta de uno de los cazadores que volvía después de varios días. Nadie volteó hacia él, pero algunas voces le respondieron.

- Vino hace varios días, y se marchó a mitad de la última noche. Pero mira que nos trajo esta vez; mira esa luz ¿no es bonita?.

En el interior de la caña, la pequeña luz temblaba como una estrella.

- Es como un trozo del sol. Quema como el fuego del bosque, pero está tranquila.

- Como una fiera durmiendo.

- Es maravilloso esto que nos ha traído Prometeo. Son generosos los dioses que envían este regalo.

- Muy generosos -asiente el cazador.

- Hoy hemos visto el regalo. Esperábamos en la entrada. A nadie más que a Nuwa había llamado Prometeo. Al despertar, en la mañana, descubrimos que Prometeo no estaba. Sólo Nuwa, casi dormida, cerca de la luz. Nos dijo que era un regalo.

- Ahora duerme.

- Estaba muy cansada. Apenas le entendíamos que debíamos cuidar el fuego. Acariciaba la roca del piso... y repetía que era un regalo.

- Ella es inteligente. Por eso la eligió Prometeo. Luego nos enseñará también. Pero, ¿por qué se ha ido sin avisar?

- Sólo Prometeo es tan misterioso como sabio.

El cazador vuelve a asentir.

- Agradezcamos a los dioses -dice una voz entre la gente. Cantemos al cielo, para que vean nuestra gratitud.

- Iré a despertarla.

Pero Nuwa dormía profundamente y no escuchó cuando la llamaron. Tampoco las risas ni las voces alegres cuando todos salieron de la cueva, dejándola a oscuras, pues la lámpara de Prometeo fue sacada.

Mas tarde, cuando despertó en medio de tinieblas, pensó, por un instante, que todo había sido un sueño. Luego fue recordando las palabras de Prometeo; lo que había traído de los dioses y cuya posesión debía ser guardada en secreto. Y, la pequeña lámpara que también trajo, ¿dónde estaba?.

Cerca de la entrada de la cueva tuvo la respuesta. Abajo, la gente bailaba bajo las flamas encendidas que se agitaban en la punta de multitud de varas, y alrededor de una gigantesca hoguera que proyectaba sus sombras jubilosas, largas hasta tocar el bosque y el altar de piedra sobre el que habían colocado la lámpara de Prometeo.

Nuwa contemplaba todo con tristeza, desde arriba en la cueva, y no respondió al saludo que le hicieron cuando la vieron, llamándola para que festejara también. Sólo apoyó su cabeza en la pared de roca y lentamente se dejó caer de rodillas, presintiendo lo que pasaría.

Entonces, estalló la tormenta.

El rayo cayó sobre la lámpara en el altar, y luego otra vez en medio de la hoguera. Todo fué rápido, despiadado.

Pronto, la lluvia apagó el fuego y extinguió las brasas dispersas junto a los cuerpos que yacían regados por el suelo. La tormenta continuó, aunque ya nada más quedaba.

En la cueva, Nuwa lloraba. Todos habían muerto sin saber por qué. Los dioses estaban furiosos. Pero, aunque sentía tristeza y terror por ello, no era por eso que lloraba. En la oscuridad, sus dedos se deslizaban por el suelo, tocando el regalo traído de los dioses, y lloraba por Prometeo.

II

- Prometeo. ¿Dónde está él?

En la sala de Zeus, eran pocos los que podían dirigirse a Él con la libertad de prescindir todas las ceremonias y protocolos habituales, y aún menos quienes, como Hermes, podían hablarle como a un igual. Sólo hablarle, porque pretender serlo era el error que, precisamente, había hecho que fueran tan pocos.

Zeus no le respondió de inmediato. Su silueta, de espaldas, se recortaba en la gigantesca ventana que miraba a Olimpo y, más allá, a la tierra de los hombres que habían tomado en tutela.

Llegaba hasta allí el resplandor de la tormenta que azotaba el valle.

- Siendo él tu discípulo, ¿no deberías saberlo?

- Discúlpame, es cierto -aceptó Hermes. Pero todos le hemos enseñado algo en alguna ocasión. Incluso Tú, Zeus, y sabemos que Prometeo puede ir a cualquier lugar y ser discípulo de quién él quiera.

- Es cierto -aceptó también Zeus. También disfruté con placer de su ingenio y con gusto le concedí varias respuestas. Sin embargo, tú le eras el más cercano entre nosotros, y a quién más quería como maestro.

Hermes guardó silencio y Zeus prosiguió.

- Cuando él quizo libertad, gracias a ti se la dimos. Para ir a dónde quisiera y hacer las preguntas que quisiera. Qué extraordinaria inteligencia. Se ganó nuestra confianza y en nuestra compañía cruzó todas las puertas de Olimpo. Algunas que ni tú, Hermes, has cruzado nunca.

Zeus continuaba de espaldas. Los rayos seguían cayendo sin piedad.

- ¿Qué vio en la tierra -preguntó Zeus-, que ha preferido perderlo todo al traicionarnos de este modo?

Hermes aguardó un momento antes de decir algo.

- Prometeo fue más que un discípulo, un mensajero, o nuestro intermediario con los hombres. Llegó a comprenderlos y a entender sus limitaciones, con lo cual nos ayudó a conducirlos mejor. Pero muchas veces, también podía distinguir cosas que pasábamos por alto. Estando entre ellos habrá distinguido algo que nosotros no podemos imaginar aún, pero que, de algún modo, debe haberlo convencido de la justicia de sus actos. Él no es un traidor.

- Es tan tonto, tan inútil llevarles el fuego a seres tan efímeros como los hombres -dijo Zeus-, y tan notorio a nuestra atención, que es difícil atribuirlo a Prometeo. Tal vez, entre los hombres, su vanidad creció, al verse a sí mismo mayor que cualquiera de ellos. Tal vez, en su soberbia, creyó que la libertad que le concedimos toleraría que quebrara el orden que hemos establecido.

- Me es difícil creer eso de Prometeo -negó Hermes.

- La inteligencia más fuerte puede inclinarse ante la brisa de un sentimiento -insistió Zeus.

Hermes permaneció en silencio, aún sin convencerse.

- Es grave lo que ha hecho Prometeo -sentenció Zeus. Hay cosas entre los dioses y los hombres que nunca deben saberse, y él conocía las reglas. Que no debemos dejar ninguna evidencia de nuestra presencia. Nosotros, como todos los demás dioses acá estacionados, fácilmente desaparecemos de sus recuerdos, a no ser que cometamos el error de dejar algo cuya existencia no pueda explicarse sino con la nuestra. Prometeo ha roto eso. Les dio su lámpara, les ha mostrado el control del fuego. Y he debido corregirlo.

El fulgor de los rayos iluminó la sala y Zeus volteó hacia Hermes. El eco de los truenos llegaba sin descanso.

- ¿Todos los hombres del valle? -le preguntó, con pesar.

Zeus asintió.

- ¿Qué será de Prometeo? -preguntó otra vez.

- Sus acciones lo han condenado.

III

Fuera de la sala de Zeus, en la soledad de los pasillos, Hermes regresaba pensativo a su habitación.

Zeus era impulsivo y tendía a pensar que los errores de los demás eran guiados por motivos similares a los Suyos. Hermes era prudente y tendía a pensar que los errores de los demás podían ser el indicio de aciertos menos evidentes.

Cerró el portal de su habitación. A través de su ventana se podía ver la tormenta. Se sentó y encendió una lámpara. Regados por el piso estaban unas piezas que debió dejar Pandora, la pequeña amiga de Prometeo, que se había aficionado a jugar con ellas. Una ocurrencia que habían tenido, de hacer que los números sonaran como palabras. Un juego de niños.

Una idea cruzó su mente y apagó la lámpara. Aún más oscuras eran las cuevas de los hombres, le había contado Prometeo. Necesitaría luz para poder jugar.

Hermes volvió a encender la lámpara. Sobrecogido por la idea. Pensando si Prometeo lo hubiera intentado. Se quedó inmóvil, contemplando las palabras que podía formarse con las piezas regadas por el piso.

Afuera, la tormenta llegaba a su fin.

IV

Prometeo fue apresado y condenado a ser encadenado para siempre a una roca en la cima de una montaña. No podía morir, pero Zeus se encargó de enviar un aguila a que le royera las entrañas cada vez que sanara, para que sus gritos de dolor fueran oídos en Olimpo y en la tierra donde habitaban los hombres.

Tiempo después, aún parecía que el viento llevaba hacia las cuevas un lejano lamento.

Allí, a pesar de la voluntad de los dioses, el fuego, escondido de su vista, podía iluminar el centro de la reunión, iluminando los rostros curiosos que contemplaban en las paredes cómo una idea podía adquirir forma para que otros la pudieran ver. Cómo los animales, la caza y las imágenes de sus mentes empezaban a surgir del polvo y el agua mezclados en sus manos, y a rodearlos en las paredes de piedra, acompañándolos, y permaneciendo con ellos mucho tiempo después de haber sido imaginados.

Cuando aprendían eso, Nuwa les mostraba que había signos que podían guardar sus pensamientos para que otros pudieran pensarlos también. A gente de otro tiempo. De modo que, aunque fueran mortales, sus pensamientos lograrían ser eternos. Como los dioses.

Generación tras generación se fue cuidando el legado que Nuwa marcara en unas tablas, con los símbolos que su amado Prometeo le enseñara.

En ellas contaba cómo la lámpara, con la luz mágicamente cautiva, había iluminado el piso de la cueva, donde Prometeo le había enseñado a lograr que las marcas que dibujaba fueran el eco de lo que pensaba. Los dioses no debían saber ese secreto. El fuego cautivo iluminaría sus refugios, donde todos aprendieran a crear en sus mentes aquel otro fuego que los dioses jamás les concederían.

En las marcas que Prometeo había dejado en toda la cueva pudo hallar Nuwa consuelo cuando se quedó sola. Y una guía para que fuera hacia otras tierras, donde podría encender otra vez el fuego que se había apagado esa noche.

Con el tiempo, en otras tablas se grabó también la historia del viaje de Nuwa, la de los ojos grandes.

V

Mucho tiempo después, cuando los hombres sacaron su secreto de las cuevas y lo notaron los dioses, estos supieron que no era algo que se pudiera detener fácilmente. Si acaso podrían.

Al fin, Zeus lograba imaginar los pensamientos de Prometeo, cuando se atrevió a retar el destino que los dioses habían dispuesto a los hombres.

- "Prometeo" -vió el nombre formado con las piezas que Hermes, le dijo, acababa de descubrir entre los hombres-. ¿Y dónde está él?

Ahora estaba en todas partes.

Hay un abismo que separa a los hombres de los dioses, hasta que abran sus ojos.

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Cuentan que Zeus tuvo un hijo, llamado Heracles, que liberó a Prometeo. Aunque la sentencia no fue cambiada y Prometeo lleva un anillo con un trozo de la piedra a la que fue condenado estar unido para siempre.

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