El Rey Fantasma

Había una vez una época en que fantasmas invisibles asolaban el mundo cada tanto.

Llegaban a los pueblos, deambulaban por las calles, atravesaban las puertas, se escabullian bajo las sábanas.

La gente veía caer enfermos a sus familiares, a sus vecinos, y a sus amigos. Y recuperarse. O a veces no.

Cada año, hasta un millón de personas era la cuota del paso de los fantasmas por el mundo, le informaba un mago a su rey.

Un día, el mago llevó al rey hasta la cueva dónde uno de esos fantasmas dormía. El rey cayó.

El rey cayó, luchando contra el fantasma, informó el mago a la corte. Un nuevo rey subió, y le declaró la guerra a los fantasmas. Se harían todos los esfuerzos para derrotarlos, a cualquier costo.

Más tarde, el fantasma de aquella cueva despertó, como cada vez. A su lado yacia el cuerpo de un humano. Cuando lo tocó, la corona hechizada dejó aquel cuerpo y se pegó a la cabeza de su nuevo dueño. También la capa, que se volvió cómo una niebla oscura, teñida del miedo de la última visión del rey cuando fue empujado.


El fantasma, con su corona y su capa ya no era invisible.

Y así, procedió a iniciar su paseo por el mundo. Entrando a los pueblos y buscando juntarse con los humanos, como cada vez.

Pero, en lugar de ayudarle a pasar de mano en mano, o de boca en boca, como antes, ahora la gente corría antes de que pudiera acercarse, lo señalaban con terror en sus rostros, viendo cómo se acercaba el horrible monstruo coronado como un rey y oscureciendo la luz con su capa de niebla negra. Y se escondieron en sus casas, día y noche.

De sus hermanos mayores, ciertamente fantasmas más grandes, fuertes y terribles, nadie había huido nunca como de este pequeño, al que el miedo acompañaba, viajando sobre la capa que hacía visible al fantasma.

Aunque seguía siendo pequeño, su capa se había vuelto como un gigante que oscurecia el cielo y sonaba como el galope de mil caballos aún días antes de que llegara.

Así, la capa cubrió todo el mundo. Cómo nunca antes.

Ningún esfuerzo fue considerado pequeño para derrotarlo. El nuevo rey prohibió lo que era necesario prohibir y tomó lo que era necesario tomar. Sus enemigos desaparecieron. Las arcas del palacio ahorraban lo que la gente voluntariamente daba, aunque tuviera hambre y pasará penurias, a cambio de su protección.

El tiempo fue pasando. Las estaciones siguieron su curso, como cada vez. También el rey fantasma envejecía e iba adelgazando, a vista de todos. Y aunque era obra del tiempo, cuando el nuevo rey señaló el ocaso, la gente se animó  aplaudíendo como si fuera su victoria.

Así, su época terminó, y el rey fantasma dejó el mundo de regreso a su cueva. Su infame corona se perdió de vista en el horizonte, y la gente salió de sus casas, riendo y celebrando.

Contaron a sus enfermos y muertos. A los tocados por el rey fantasma los marcaron con rojo. Cuando vieron esa mancha en las cifras, todos se asustaron por esa nueva cifra tan horrible. Siempre la habían visto oculta en la suma total. Era el rojo la corona que resaltaba ese número por sobre otros mayores.

Alguien sí notó que la suma de todos era la misma de cada vez.

Ese año, casi un millón de personas fue la cuota del paso de los fantasmas, le informaba el mago al nuevo rey.

No había sido necesario más muertos. Tampoco crear un nuevo monstruo. Solo fue necesario que todos vieran a uno de ellos, aunque fuera el más pequeño, como algo nuevo, y tuvieran miedo.

El miedo, que había llegado atado a la capa mágica, se había vuelto más grande y fuerte que nunca antes. Su cuerpo se extendía ahora por todos los pueblos humanos. Y permaneció incluso después de que todos los fantasmas se habían retirado.

En el castillo, el mago ceñia al nuevo rey la nueva capa y su control.




Contemplando este nuevo mundo desde la entrada de su cueva, el fantasma con su corona se encogió de hombros y se fue a dormir.

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