La puerta de afuera

— ¿Por qué quieres salir?

— Para poder ver el sol.

— El sol simplemente da luz, igual que esta lámpara.

El resto de la cena transcurrió sin que volvieran a hablar y al final, antes de acostarse, la lámpara se apagó.

Al día siguiente, vino el amo con un paquete grande. Dentro, una lámpara muy bonita y más grande que la que tenían.

— Mira -le dijo, mientras la encendía junto a la otra-, así puedes tener más luz que el mejor mediodía allá afuera.

— No es sólo el sol; es el cielo, el paisaje; las cosas que se pueden ver.

El amo lamentó el descuido que había dejado que viera la fotografía. Eso lo había hecho soñar; estaba seguro.

— Lo que viste en esa foto era falso; sólo una pequeña porción del mundo; la mayor parte está tan sucia que no vale la pena conocerla.

— Creo que iré a verla de todos modos.

El amo lo observó fijamente. En otro tiempo no hubiera tolerado que desafiara lo que decía; un golpe habría bastado. Ahora,... aún no era muy alto, pero ya no sería tan fácil. Tendría que apagar su osadía de otro modo.

— No entiendes que si vas afuera te va a ir mal. ¿Acaso crees que alguien te cuidará como yo?, ¿qué sabes hacer?, ¿cómo vivirás?

Él no pudo responder. Sinceramente, no podía. Se acostó preocupado en hallar respuesta a esas preguntas y, al fin, antes de dormir, pensó que su amo tenía razón; no sabía hacer nada más que cuidar ese pequeño cuarto, limpiar, arreglar las cosas.

Al día siguiente, aún pensaba así. Pero en su corazón se iba haciendo más fuerte el deseo de salir, aunque sea sólo un momento.

El amo lo vio poner su mano en la cerradura.

— ¿Qué vas a hacer?

— Iré a ver cómo es afuera.

— Si te vas, no volverás.

— ¿Será tan hostil?

— Lo es.

Pero, aunque lo escuchaba, la mano seguía en la cerradura. Comenzó a abrir la puerta.

— ¿Por qué quieres salir?

— Quiero ver.

— Pero si aquí tienes toda la luz -señaló las lámparas- y paisajes… mira.

Fue al fondo y descubrió los estantes llenos de libros, que le había prohibido tocar.

— Podrás ver todas las fotografía que quieras; allí hay libros que te mostrarán cosas que jamás verás en el mundo.

Luego fue hacia la consola.

— Y música… también te dejaré tocar todas la canciones que quieras oir. ¿Para qué vas a salir? -le preguntó.

— No lo sabía bien -le respondió-, pero si eres capaz de darme esas cosas tan valiosas, algo bueno debe haber afuera.

El amo sacó un arma y le apuntó.

— No saldrás. No dejaré que alguien se lleve algo en lo que he puesto tanto.

— ¿Y qué hará, amo? No podrá vigilarme todo el tiempo. Y ahora, tampoco le querré ayudar en lo que me pida. Si, a pesar de todo, no me dejara salir, aún entonces podré dejar de comer, y un día iré a dormir, cerraré los ojos y no podrá evitar que salga.

El amo comprendió que era inútil y que, al amenazarlo, las cosas entre los dos ya no podrían continuar como antes. Bajó el arma y dejó que abriera la puerta. Estaba oscuro.

— No hay sol ni paisajes que ver, y hace frío, ¿para eso quieres salir?

Él no dijo nada. Estaba afuera, en silencio, mirando las estrellas en el cielo, por primera vez.

Ahora sentía algo diferente, y sabía que no renunciaría a ello.

Era libre.

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