La Torre

Oscuridad. La lluvia cae. Nos arrastramos hacia arriba, jalando cuerdas, todos juntos, sobre una pendiente. Es importante avanzar, aunque estemos cansados. La ropa está mojada pero nos cubre del viento que silba a esta altura. Sobre el piso de roca, el rumor del agua que se desliza cuesta abajo.

De cuando en cuando, pasan los mayores, golpeándonos con sus varas para comprobar que mantenemos el orden.

Oscuridad. Es una palabra que no se usa mucho. Crecemos en la seguridad del contacto con la roca y nuestros seres cercanos, con los ojos siempre cerrados. No hay oscuridad si tampoco hay luz. Aquí la luz no existe. Es la verdad que todos aceptamos, que nos es enseñado y que enseñamos a los que vienen después. Sólo los niños y los locos podrían sugerir lo contrario. Sonreímos con desdén al oírlos.

Pero está oscuro. Y yo lo sé.

Abro los ojos y levanto la frente. Normalmente, en este mundo de oscuridad, no hay diferencia. Pero, a veces, llega el rumor de un trueno lejano. Espero con paciencia la luz intensa que brilla arriba, en el cielo, y a su eco que llega acá a la tierra, para mostrarme el mundo, por un instante.

Así que ahora, que el viento azota la lluvia sobre mi cara porque la tormenta ha llegado, espero. Junto con los truenos llega el regalo de las visiones.

Me acerco al borde de la torre que construimos. Han sido muchas las generaciones que han permitido que lleguemos hasta aquí. Mientras los demás continúan tensando las cuerdas y avanzando a tientas por el camino que nos ha sido designado, desde mi posición, contemplo la estructura que estamos creando.

Veo a las rocas que van encajando, una detrás de otra. A veces, huellas de sangre de gente cuyas historias nadie nos cuenta. Veo a sus cuerpos siendo arrojados al abismo, rápida y silenciosamente, sin que nadie más lo sepa. Veo a los demás asintiendo, aceptando las historias que los mayores se encargan de transmitir.

Avanzamos hacia un mejor futuro. Es lo que se nos dice. Pero lo que veo es una espiral que va repitiendo lo que ya se hizo antes, mientras las sendas se estrechan cada vez más. Veo andamios que ya no encuentran espacio donde ser colocados. Veo mayores tratando de resolver a tientas problemas que aún viéndolos parecen imposibles. Porque esta torre se está inclinando, cada vez más, para caer.

Para mi, es claro que vamos hacia el abismo.

Los mayores no lo podrán evitar. Ni los comerciantes, que traen la comida y las piedras. Son los amos a quienes voy a alertar, mientras voy avanzando, cuesta arriba, más allá de rangos y niveles que jamás soñé alcanzar.

Voy dejando atrás a los mayores, con sus carpas secas y confortables. También a los comerciantes, con sus tiendas elegantes, la buena comida, y el eco de la música para ocultar la tormenta que brama afuera.

Llego a la cima, donde se dice que habitan los amos. Ahí está su templo. Me parece hermoso. Pero curioso, si nadie más puede verlo. Cerca a su techo, distingo un respiradero. Trepo por un lado, cruzo el agujero y descubro el interior, donde los amos reparten ordenes a los comerciantes y mayores que acuden a ellos.

Continúo allí, viendo que los comerciantes se van y las puertas se cierran. Entonces, los amos van hacia un altar, donde escucho sus rezos, pronunciados en voz alta. El eco parece descender como por un pozo. Un instante después, la respuesta asciende. Y ellos agradecen.

Más tarde, ellos también se retiran.

Cuando nadie más queda, desciendo y llego hasta el pozo donde los amos depositaban sus plegarias. Miro hacia su fondo insondable. Una luz muy lejana parece temblar. Si los amos no la pueden apreciar -pienso-, tal vez sea que quienes les responden, los sabios o dioses al otro extremo, también pueden ver.

Sin saber cómo hablarles ni qué decirles, me quedo un rato pensando.
- Tú que me escuchas -me atrevo a decir, recitando una plegaria infantil, pero imitando el tono de los amos-, que conoces mi corazón, así como conoces la torre que construimos, por favor, responde mi pregunta.
Un largo silencio. Quizás no está permitido que nadie hable en este momento.
- ¿Sabes que la torre caerá? -suelto de golpe.
Un murmullo asciende. Luego calma.
- Así será, en el fin de los tiempos -sube la respuesta, con voz solemne-. Pero antes enviaré a mis mensajeros para tomar a los que sean justos.
La voz que respondió se limitó a decir lo mismo que nos enseñan desde pequeños. Me pregunto si los sabios dicen eso para que piense que no se nada.
- He visto la torre...
Otra vez los murmullos. Espero un rato antes de proseguir.
- ... y su magnificencia, que no es tal, y vislumbrado nuestro glorioso destino, que no es tal. Sino rocas amontonadas a la fuerza, formando un sendero que nos conduce a ningún lugar... excepto el abismo cuando todo se derrumbe.
- ¡Herejía!
Pero el grito no vino del pozo, sino de detrás de mi. Bajo el resplandor que entra por el respiradero, distingo a un grupo de amos. La puerta se abre detrás de ellos, y entran varios mayores, con redes para apresarme.
En silencio, me escabullo hacia el agujero por donde había ingresado.
Aguardo, mientras todos me buscan, desconcertados.
Entonces, uno de los amos se separa del resto y camina discretamente hasta situarse al pie de la elevada posición donde estoy. Levanta la cabeza, ¡y me mira!. Seguramente puede distinguir mi silueta contra el brillo de la tormenta, pero no dice nada.

Trepo hacia el techo del templo. La parte más alta de la torre. Desde aquí se hace aún más evidente que lo que estamos construyendo no está bien. El amo que me vio también debe saberlo. Y seguramente los sabios al otro lado del pozo, en algún lugar en la base de la torre, a salvo, aunque todo caiga en el fin de los tiempos.

Allí, de pie, en la cima de mi mundo, el resplandor del trueno lejano hace visible todo en torno nuestro.

Alrededor, aparecen los restos de multitud de torres derrumbadas.


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