Días sin tiempo - 2

Julia preparaba el desayuno esa mañana. Aún no se había peinado y tenía el cabello alborotado. Pero no le importaba; era sábado y tendría todo el día para peinarse. O para no peinarse. Eso era lo bueno de los sábados. Lo que hubiera que lavar, comprar, o hacer, bien podía esperar hasta el domingo.

No sabía por qué, pero esa era una de las cosas que a él le gustaban de ella. La miró con una sonrisa, mientras se sentaba a la mesa.

En la radio sonaba una canción que le gustaba mucho.

- Tuve un sueño raro -le empezó a contar-. Era como si todo el mundo hubiera desaparecido. Yo caminaba por la calle, completamente sólo, sin encontrar a nadie más...

- ¡Tomás...! -gritó ella, de pronto, como llamándolo de arriba-. ¡Ya está el desayuno!

- Acá estoy, ciega -le respondió.

Julia volteó hacia él, que agitaba la mano mientras le sonreía. Pero no lo miraba. Giró un poco la cabeza, como si quisiera oír mejor algo en el segundo piso.

- ¡Baja ya, Tomás, que se enfría! -volvió a gritar.

- Oye, oye, acá estoy... -le repitió, mientras dejaba su silla para ir hacia donde ella estaba.

Sin esperarlo, ella giró y empezó a subir las escaleras.

- Tomás...

La siguió, tratando de alcanzarla, pero, por alguna razón, no podía.

- Julia, ¿qué haces?, ¡aquí estoy! -le repetía, pero ella subía y se alejaba, sin que pareciera oirlo.

El resplandor del tragaluz, en lo alto, se iba haciendo más intenso. De pronto, casi no podía ver. Ya no la veía a ella. Giró la cabeza, para mirar atrás, y tropezó.

No sintió el escalón, sólo que iba cayendo. Se cubríó con un brazo. Entonces, despertó.

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