El esclavo y la princesa

En aquella estancia, ella estaba. La princesa. Bajo la luna, sus ojos le habían hablado. Sin palabras, le había dicho que viniera. Y él había ido.

Por entre muchas cortinas habían pasado. Las voces de los otros miles de guerreros fueron quedaron atrás. Y un suave perfume empezaba a envolverlo.

Oscuridad. Ninguna luz, excepto la del brillo de sus ojos. Ninguna palabra, excepto las que se pudieran decir sin hablar.

Ella llegó. El se hincó ante sus pies. Su esclavo eres, algo se lo decía. Su esclavo, le repetía.

Ella se arrodilló también. Él sabía que si levantaba la mirada, encontraría sus ojos. Y no sabía a dónde conduciría ese camino inimaginable.

Pronto pasará, algo se lo decía. Se levantará, te irás. Nunca debiste haberte acercado. Después, cuando alguna vez la princesa girara el rostro y sus miradas se cruzaran, aunque tú no puedas sino bajar la vista a tierra, ella podrá mantener su mirada sobre tus hombros avergonzados. Y así debe ser, porque eres esclavo.

La princesa se reirá de tí. De tus toscas manos. De tus hombros pesados. De tu lento andar y tu voz carente de música. Nada eres sino una sombra que ha mirado por casualidad. Cómo puedes pretender que te ha querido mirar.

Sentía las mismas ganas de huir que antes de cada batalla. Pero, entonces, le ordenaban seguir, y él seguía. Era un esclavo.

Esperaba el bastón que orientaría su torpe cabeza a la puerta por donde nunca debió haber entrado, y a la voz que le ordenara que se fuera, y él se iría.

Pero la princesa no se movió. Él sólo veía los pliegues de su vestido tocando el suelo, cerca a su frente. Tampoco habló. Él sólo escuchaba el suave sonido de su respiración. Y los nerviosos latidos de su propio corazón. Y a esa voz que le recordaba ser esclavo, una y otra vez.

- Princesa...

Y espero, como esperan todos los esclavos la voz del amo cuando pronuncian su nombre en un ruego.

La princesa no hizo nada.

- Princesa... lamento haberla molestado... -y quizo girar rápido, para poder marcharse sin mirar sus ojos, pero una mano lo detuvo.

- Princesa... -se arrodillo otra vez.

Siguieron así; él de rodillas, con la vista en el suelo; y ella también, sin que le dijera nada.

El tiempo fué pasando. Escuchaba la voz dentro de su mente atormentarle, diciéndole todo lo que tenía que decirle, y repitiéndoselo.

Finalmente, esa voz se cansó y hubo silencio. Aún el corazón ansioso se había cansado de esperar. Como ante las batallas que nunca llegan.

Cansado de estar de rodillas, sus piernas se movieron un poco. Sobresaltado por su impertinencia, contuvo la respiración, pero esta vez tampoco la princesa dijo nada.

Poco a poco, como para hacer imperceptible su pecado, fué acomodando sus  piernas, hasta quedar mejor sentado sobre el piso. Pero con la vista agachada siempre.

La princesa no se movia. Y el llegó a preguntarse si sería posible que se hubiera quedado dormida de rodillas.

Poco a poco fue levantando la vista, buscando alguna señal que le diera la respuesta antes de tener que tocar con su mirada el rostro que temia ver. Cuando llego a él, alli estaban sus ojos, mirándolo. Y agacho otra vez la mirada.

Avergonzado por haber osado sentarse frente a ella, se puso otra vez de rodillas.

Volvió a pasar el tiempo. Se volvió a cansar. Y, en su mente, un germen de enojo apareció. Por qué lo torturaba así la princesa. Él la había servido con lealtad. No era justo.

Sin embargo, nada podía hacer, excepto quizá volverse a sentar, y esperar que ella lo corriera de la estancia.

Así que se sentó, despacio, pero sin cuidar en disimularlo. Luego levantó la mirada y vió a la princesa a los ojos.

Entonces ella sonrió.

Sonrió también. Pero volvió a sentir miedo del camino inimaginable. La voz que en su mente lo llamaba esclavo vino otra vez. Sin embargo, como cuando llega una ola que no queremos enfrentar, dejó que pasara.

Se arrodilló otra vez, donde antes estuvo, pero ahora mirando los ojos que lo miraban. Sus manos toscas temblaban. Sus hombros le agobiaban. Sabia que cualquier cosa que pudiera decirle sonaría horrible. Aún sin moverse, sentía como si su alma se levantara para huir.

Ella tomó su mano, y su alma se detuvo.

La mano de ella era pequeña. Con cuidado la sostuvo, como si temiera que el roce de su piel aspera la llevara a retirarla. Ella acarició su piel aspera.

Sintió paz.

A lo lejos, la voz de una ola rompía otra vez en su mente, pero él ya no la oía.

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